Leyenda "La Piedra de Aserrí"
Era otra época, eran otros tiempos; y el pintoresco poblado de Aserrí, estaba gobernado por un español ilustre y bien parecido; Pérez Colma era su nombre y muchas las miradas femeninas que seguían sus pasos y muchos los corazones que suspiraban por el apuesto hombre.
Entre ellas sobresalían los ojos negros ojos de mujer misteriosa: Zárate.
Baja y gorda, era esta señora, cuyos grandes ojos tenían una mirada fiera y maliciosa, al hablar movía mucho las cejas y salpicaba su conversación de estridentes carcajadas.
Acostumbraba peinar su oscurísimo cabello en dos trenzas y su andar era cadencioso. Zárate era muy dueña de sí misma, acostumbraba imponer a todo el mundo sus caprichos y también solía curar sus enfermedades, y es que ella era una bruja. Cuando acudían a ella gentes con casos tristes, les obsequiaba frutas, luego la gente al llegar a sus casas descubrían que estas se habian convertido en piedras preciosas y monedas de oro.
Así era la mujer que se había enamorado de Pérez Colma, pero el orgulloso español la despreció, y ella juró vengar aquel desaire.
Días después la aldea amaneció convertida en una enorme piedra, los habitantes en animales de la montaña y el apuesto gobernador en pavo real.
Pero como el tiempo no pasa en balde, con el correr de los años, nuevos pobladores llegaron a esos lares y levantaron sus casas, sin sospechar que dentro de aquella piedra vivía la Zárate, con la esplendidez de una sultana de cuento oriental.
Por las noches, ella abría la piedra y daba albergue a todos los animales, inclusive al hermoso pavo real, a quien llevaba sujeto de una de sus patas, por una cadena de oro.
Pero aunque el tiempo había pasado, todavía había gente que sabía del poder de la bruja; y acudía a ella en busca de remedios a sus males.
Cierto día, un hombre llamado Diógenes Olmedio, fue a visitar a la famosa hechicera, su corazón estaba atribulado, hacia dos años su esposa y unas amigas habían desaparecido, aquello destrozaba su corazón y el de sus hijos.
El pobre hombre caminó seis horas hasta que por la noche llegó al poblado, al divisar la piedra, se acercó a ella y luego de rodearla varias veces en busca de la misteriosa mujer, ya cansado, resolvió recostarse un rato con la mole mientras esperaba. Pero eran tanto su cansancio, que pronto se quedó profundamente dormido.
Horas después, entre sueños, él sientió que era despertado por un suave batir de alas; al mirar hacia un árbol cercano, pudo ver como unas palomas blancas se posaban en sus ramas y al mirarlo con voz humana le dijeron:
– Si querés hablar con la encantadora Zárate, da tres golpes a la piedra y di los siguientes versos:
“Busco en vano mi ideal
años caminando y siempre en pie,
linda Zárate escucha y ábreme
por el amor del pavo real”
Y después de referirle esta confidencia, levantaron vuelo.
Era casi la media noche, cuando el hombre despertó, y se decidió a seguir las indicaciones recibidas en el sueño: dió tres toques a la mole y recitó los versos… entonces, en ese mismo instante, la piedra se iluminó y parecia abrirse, más parecía un poblado, con sus casas y calles; entonces oyó abrir y cerrar puertas, escuchó ladridos, voces y risas; y la luz que emanaba el lugar, parecía haber convertido la noche en día.
Diógenes se restregó los ojos, ¿estaría soñando? Pero sus dudas se desvanecieron ante la presencia de una mujer bajita, vestida de negro con un chal oscuro sobre los hombros, quien avanzaba hacia él con un pavo real sujeto por una cadena de oro.
La Zárate se dirigió a él con mucha amabilidad:
-¿Qué deseas de mí buen hombre?
Diógenes se armó de valor para contar a la misteriosa señora todas sus atribulaciones, cómo había desaparecido su mujer, su soledad, sus hijos enfermos, la falta de trabajo y comida.
– Fue hace dos años señora, que ella y sus amigas salieron de paseo… eran doce con mi mujer; ellas fueron a bañarse al río, y de pronto el misterio, desaparecieron para nunca más volver, ni sus cuerpos encontramos. Se llamaba Lupita de Olmedo – le contó en medio de sollozos.
Entonces ella, se quedó pensativa, como recordando algo y como hablando para sí misma dijo:
– Hace dos años que la perdiste, si dos años… pero ella y sus amigas no murieron… ¡Ya se cuál es…!
Zárate hizo una seña al hombre de que la siguiera, mientras le comentaba:
– Estoy conmovida por tu sufrimiento y como me pediste ayuda en nombre de mi ave favorita, te voy a dar lo que necesitas.
Caminaron por la montaña, la cual lucía preciosa: corría una suave briza y estaba llena de luz (¡cómo si fuera de día! ).
La Zárate soltó la cadena del pavo real, quien sacudió sus alas y mostró orgulloso toda su belleza, entonces lanzó un alegre grito, el cual fue respondido a manera de saludo, por los animales de la montaña.
Luego de caminar como una hora, llegaron a un hermoso paraje, donde crecía un árbol de toronjo.
La mujer arrancó doce de sus frutos y se los entregó a Diógenes, al tiempo que le decía:
– Tomá, aquí tenés alimento para tus hijos.
El hombre, sin comprender, abrió la alforja que llevaba al hombro y las echó dentro.
Entonces se oyó un suave aleteo y doce palomas blancas llegaron a posarse en el toronjo.
– Ahora podés marchar buen hombre, y mañana, esas palomas blancas te van a dar una sorpresa muy mía, esperalas.
Diógenes regresó sobre sus pasos, iban tan pensativo y desilusionado, que no notó que al alejarse de aquél lugar, volvía a ser de noche, o más bien de madrugada, ya que el sol apenas empezaba a rayar.
Pero el cargamento de toronjas pesaba en la alforja, entonces al llegar a un despeñadero, él decidió dejar allí la mitad de las frutas, para aligerar su largo viaje a casa.
Ya había avanzado el día cuando sus hijos lo divisaron acercándose a la casa, corrieron a su encuentro preguntándole qué les había mandado la señora Zárate.
Diógenes, fingiendo alegría les dió las frutas diciendo que ellas se las enviaba para que jugaran y que al día siguiente recibirían la visita de doce palomas blancas, muy lindas que vendrían a jugar con ellos.
Los chicos casi no pudieron dormir esperando que amaneciera, para ver las palomas que según Zárate les traerían una sorpresa.
Y muy temprano en la mañana, con asombro todos descubrieron que las toronjas traídas por su padre, ya no eran simples frutas, sino unas bolas de oro macizo.
No habían salido de su asombro, cuando escucharon el ladrido de perros, el galope de caballos y voces de mujeres, todos corrieron a la puerta y ¡qué sorpresa!
Regresaban las doce paseantes que una mañana fueron a la montaña y no regresaron. Lupita venía de primera, deseperada por abrazar a sus hijos y su marido. Fue un encuentro lleno de felicidad.
Más tarde las mujeres les contaron que la Zárate, al verlas bañándose en el río, tuvo la ocurrencia de convertirlas en palomas blancas, para su corte de honor.
¿Y el pavo real?
Bueno, al orgulloso de Pérez Colma, le tiene prometido que en cuanto acepte a convertirse en su esposo, le devolverá su forma humana. Pero el español dice que prefiere ser pavo real prisionero que casarse con semejante mujer.
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